El vuelo con la Panam ha durado ocho horas, aunque con la diferencia horaria de tres, en realidad sólo han pasado cinco, así que le hemos ganado horas al día y todo el día de viaje. Ahora son las 9:30 aquí [1].
A la llegada al aeropuerto hemos tenido una gran sorpresa. Ya en California le dije a Héctor que no sabía si aquí en N.Y. nos recogerían en el aeropuerto, o tendríamos que coger un taxi. A lo que él me dijo muy seguro: “Vais con El Corte Inglés, así que no te debes preocupar por nada, seguro que hay alguien esperando por vosotros”. Buena propaganda.
Así que cuando cogimos las maletas salimos mirando para todos lados, y justo en frente había un cartelito con nuestro nombre. Lo que no cuadraba mucho era quién lo mantenía en alto. Era un coger perfectamente uniformado de gris, con sombrero de plato incluido, esperándonos con el carrito para las maletas y todo.
Hablaba poco, habrá que irse habituando al cambio de carácter por aquí, mucho más seco que en California, pero nos dijo escuetamente que lo siguiéramos al aparcamiento. Nos llevó a la última planta, en la azotea a cielo raso, hasta que llegó al coche… ¡y qué coche! Una largísima limusina preciosa, gris plata con el techo de cristal. ¡No lo podíamos creer! [2]
El hotel en cambio, aunque está muy céntrico y es muy coqueto, después de los gigantescos hoteles californianos, esto nos parece un hotelito y nada más. La habitación tiene un estilo muy clásico, las cretonas de las tapicerías, la cama con dosel… aunque están de obras cambiando toda la moqueta y hay un poco de caos.
Las calles también dan una sensación muy claustrofóbica, tan estrechas con edificios tan altos. Y aquí en Manhattan que casi todos los vehículos son los conocidos taxis amarillos por todos lados. Sin dudas el paisaje ha cambiado radicalmente. Veremos lo que nos deparará mañana [3].
Notas en la actualidad:
[1] Recuerdo algo que no se me olvidará en la vida, y que me impresionó profundamente. Sentados en los asientos contiguos, viajaban una pareja de personas muy mayores, y cuando se quitaron las chaquetas para quedarse en mangas cortas, pude ver perfectamente un largo código de números tatuados en sus antebrazos. Sin dudas eran supervivientes del holocausto nazi.
[2] Y nosotros con aquellas pintas de turistas cansados, si lo llego a saber me arreglo un poco en el avión. La experiencia de entrar en Manhattan en aquel cochazo, viendo los rascacielos por el techo de cristal, fue triunfal.
Lo malo fue cuando llegamos a la puerta del hotel y nos abrió la puerta el portero de turno disfrazado de librea… y yo saqué aquella pierna con bermudas y zapatillas deportivas blancas. Memorable sin dudas.
Con razón hay quien dice que cuando se viaja es cuando tienes que ir más arreglado, por lo que pueda pasar. Por situaciones inesperadas como esta, o por si tienes un problema, indudablemente la policía te mirará con otros ojos si tienes buena presencia.
[3] Pude llamar por teléfono a casa para felicitar a Jorge en su cumpleaños, cinco añitos. Al fin, menos mal, porque desde la costa oeste había sido más complicado. La gran diferencia horaria de nueve horas, y sumado al gran cansancio al llegar la noche, hacía que fuera imposible llamar a casa.
También fue mejor el viajar ganándole horas al sol, de oeste a este, se sufre mucho menos el horrible “jet lag”. Andas un poco descolocado de horarios, pero el cuerpo no sufre, ni en horas de sueño ni en sistema digestivo.
Lo mismo nos ocurriría al volver desde Nueva York a España, la adaptación se hizo muy llevadera. Cansancio lógico de tantos días viajando, pero nada que ver con la ida.
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